Podemos hacer balance de nuestra vida cualquier día, pasar hora a hora y lamentarnos por todo lo malo que tenemos, pero no, elegimos la época que se supone que tiene que ser la más feliz del año. No nos alegramos por una cena en la que están todos los que tenemos con nosotros, pasamos una cena pensando "el año pasado el abuelo presidía la mesa" y esa tristeza solo se compensa con un aparatejo de última tecnología, un coche también de última tecnología o un piso en la playa. Nos estamos convirtiendo en animales fríos y superficiales, no es que no quede espíritu navideño, es que lo estamos matando.
Estamos aprendiendo a vivir la navidad como días normales, paseamos por calles decoradas en las que suenan villancicos y el tumulto de gente nos impide disfrutar del paisaje, del placer de regodearnos en personajes que aparecen en las calles con una guitarra entonando eso de "feliz navidad, prospero año y felicidad".
No es que los jóvenes ya no creamos en nada, porque si no creemos en nada es porque nos han enseñado a no creerlo, es que el consumismo nos ha hecho más materialistas que sentimentales. Y ese es el verdadero problema, los niños que no tienen sus juguetes de doscientos euros lloran, los mayores que no tienen sus caprichos de quinientos ponen malas caras; y eso es lo que debería preocuparnos porque los niños no entienden si estas navidades se están pasando con el cinturón más apretado que las pasadas y los mayores si. Ya veis, es triste que nuestros futuros adultos preferirán no comer por presumir de su nuevo iPhone 5, de su Audi Serie 1 aparcado en la puerta de su casa sin luz y de las fotos de una navidad sacadas con su Canon EOS 5D con una mesas vacías de ilusiones.
En eso se basan ahora las navidades, en competir quien de todos tiene más juguetitos nuevos y caros de los que presumir el resto del año y no en disfrutar de la familia. Y así nos va.